Atesorar la sintonía quebrada: cuerpos disidentes y violencia policial – Invertido Ediciones

Atesorar la sintonía quebrada: cuerpos disidentes y violencia policial

Entender la historia de un cuerpo es haber vivido su experiencia en una gradualidad especular, lograr verse reflejado en la imagen que ese cuerpo proyecta. Pero hay cuerpos cuyo reflejo no está dado en un sentido de mera relación identitaria, donde unx se ve en otras realidades y se alegra, puesto que ve cómo hay otras personas similares a unx mismx. Unx se sentiría acompañadx. Unx atesoraría esa sintonía y la vería como un recordatorio del valor que tiene la identidad propia. Porque no se está solx, porque hay otrxs como unx en lugares de distinta índole. Y son muchxs, tantxs que esa identidad se ha conformado como un modelo en el mundo.

Tal lógica siempre ha excluido a las identidades que componen la comunidad de disidencias sexuales, en tanto las historias de sus cuerpos no existen dentro de este régimen de modelos. Muy por el contrario, la historia de los cuerpos disidentes ha sido escrita desde un margen, un espacio periférico por la imagen que proyecta. Rechazados y vapuleados, estos cuerpos se han visto en la necesidad de exhibir sus propias cicatrices históricas al momento de mostrarse. Por tanto, a diferencia del reflejo agradable que se describía anteriormente, al verse reflejado en un cuerpo disidente, unx debe hacer consciencia de esas mismas cicatrices. El espejo que yo mismx veo cuando veo a otrxs como yo es un espejo que carga trizaduras y verme ahí no es únicamente un proceso de identificación. También es de denuncias, de violencias, de cansancios, golpes, desplazamientos. Ver mi identidad reflejada es escuchar un eco de gritos y saber que aún son muchas las voces ensordecidas.

Cabe hacerse la pregunta: ¿Es atesorable esta sintonía quebrada? La respuesta, para mí —por muy precipitada que parezca—, es sí. Porque abrazar este reflejo doloroso no es un contacto simple y recíproco. Es saber que para llegar a tocar mi identidad debo señalar aquellas nieblas que pretenden mantenerla perforada, agotada en el suelo.

Tocar cuerpos como el de Josué Maureira, estudiante de cuarto de año medicina que denunció tortura y violación por parte de carabineros. Un medio como Canal 13, con todo el antecedente ideológico que lo atraviesa, se encarga de informar este hecho desde el momento en el que ocurre. Josué sale de la casa de un familiar a las dos de la mañana en Pedro Aguirre Cerda. Escucha un grito pidiendo auxilio en un supermercado que estaba siendo saqueado en ese momento. Se acerca a ver qué sucede y es interceptado por carabineros. Carabineros lo golpea hasta hacerlo perder el conocimiento. Al volver en sí, José despierta en un carro policial que se dirige a la comisaría.

«En ese momento empiezan inmediatamente a tratarme también de maricón, porque yo andaba con las uñas pintadas de color rojo. Me preguntan si soy homosexual y yo le digo que sí, que efectivamente, soy homosexual y en ese momento comienza a golpearme con bastante hazaña y por lo menos cinco minutos». Leer esto es pensar en una historia de cuerpos que arriesgan recibir estos golpes. Detenerse en estos golpes y en su procedencia también es arriesgado. Del reflejo doloroso que es para mí la historia de Josué veo salir el eco de cicatrices muy específicas: Josué tiene las uñas pintadas de color rojo. En consecuencia, Josué es trizado y empiezan «inmediatamente» a tratarlo de maricón. Y, no contentos con marginar su apariencia, lo violentan físicamente por un tiempo prolongado: «Por lo menos cinco minutos». La sintonía quebrada se presenta por sí sola.

Paralelamente, hay una coordenada que el mismo Josué señala, una huella estratégica que se ha utilizado por desgarrar este reflejo disidente: «Me siguen golpeando, patadas y combos, hasta que me hacen gritar “soy maricón” con mucha fuerza. Al menos tres efectivos policiales, dos de ellos, me toman por la cintura, me agachan, me bajan los pantalones y ropa interior y luego otro carabinero procede a utilizar su instrumento de servicio, la luma, e introducirla en mi cavidad anal». La reducción física de Josué tiene un objetivo muy claro: que llegue a gritar que es maricón. Solo después de esto los carabineros, haciendo uso de sus herramientas de servicio público, proceden a abusar sexualmente de él. La fuerza pública viola a Josué y hace de su cuerpo un planeta aún más marginado, en una órbita alejada de cualquier otro cuerpo celeste. La identidad de Josué gravita despojada de atmósfera y yo me veo en ese despojo; de esa forma yo acojo mi reflejo en él.

Sobre el espejo choca una luz tétrica. Esta luz viene a reafirmar que Josué merece ser penetrado contra su voluntad con una luma. La luz que despega de la voz del mismo Josué, una voz obligada a gritar que es un maricón, «con mucha fuerza». No solamente ser maricón, sino el hecho de reconocerlo es la humillación más acertada que los carabineros encuentran para desgarrar el reflejo que todo «maricón» ve en Josué. Marcar su cuerpo como ganado, con cada patada que bombea la máquina violenta, y hacer de esta marca un símbolo que subyace a los espejos de cualquier disidente, es la joya que los carabineros acariciaban en la bóveda oscurecida que era su carro policial. Era necesario para ellos lograr que Josué lo dijera, que de su boca saliera la palabra que ellos ansiaban raptar y apropiar a punta de combos.

Porque dentro de su engranaje del terror debían esperar a que la palabra «maricón» se hiciera presente. Solo después de eso podrían hacer de ella un estandarte, un ariete cuyo único blanco es derribar la oportunidad de solo decirlo. Decir que soy maricón. Aunque me haya nacido entre llantos, o aunque haya podido hacerlo solamente después de morirme de miedo. Sobrepasar el miedo o al menos hacer como si no estuviese ahí. Decirlo en medio de una multitud de golpes. Que entre el ruido de puños salga a la luz mi palabra. Que les duela, y a mí de vuelta.

La interrogante que suele intervenir en los ojos que miran este reflejo doloroso es: ¿Qué mensaje habrán querido enviar al hacerle eso? ¿Habrán querido asustarlo? ¿Asustarme a mí, que veo este reportaje tomando once? ¿A quienes se atrevan a decir con toda propiedad que son maricones? ¿Habrá algún mensaje detrás de todo esto?

De todas formas, no deja de ser vergonzoso leer la noticia de Canal 13 con ese tono blanqueado de lo informativo. El artículo se dedica a entregar los hechos, sin dejar entrever ningún tipo de posicionamiento o punto de vista. Se teje en esta parte de la noticia un mundo de fantasías, donde los hechos entran en un movimiento prefigurado. Ensayado, si se quiere. Mientras que el relato de la violencia y, por consiguiente, el más real, queda puesto exclusivamente en la voz de Josué, ya que es su testimonio el que nos informa los golpes, los insultos y la violación que sufrió. Son dos lentes que contemplan una misma realidad, pero sacan distintas versiones en limpio. Una es una escultura hecha con cuidado, despampanante y apreciada por todxs, y la otra es la grieta de una vereda, sin dudar en mostrar la verdad del suelo transitado en un día a día lleno de farsa.

Queda también una grieta en el marco del espejo donde veo a Josué y a tantxs otrxs. Cuando me enteré de esta noticia le di muchas vueltas y lloré. Llevo poco tiempo siendo profe, pero en ese contexto me pegó aún más fuerte la sintonía quebrada que esta historia nos obliga a recordar. Pensé en todos mis alumnos «maricones», en todas mis estudiantes «fletas», en el recorrido expuesto que compartían con Josué. En cómo se vieron presionadxs a tener que decir en algún momento de su vida esa palabra y no porque ellxs lo desearan, sino porque se los exigieron. Esperando que no fuera raptada, la palabra «maricón» es dicha por cualquier disidente y dentro de lxs disidentes estaban alumnxs míxs. Alumnxs que han crecido quizá un poco más despreocupadxs de lo trizadxs que están, pero no por eso menos expuestxs.

Verlxs en el reflejo doloroso caló más hondo de lo que creí y por ello me siento aún más responsable de hacer ver esta historia. Una historia de cuerpos que no son vistos como parte de un mapeo donde nos reconocemos y nos sentimos simplemente acompañadxs por la vastedad de identidades que somos. Es la historia de cuerpos vulnerados, señalados con palabras cuya vocería es exigida por nosotrxs mismxs, con el fin de tomar esas mismas palabras y desgajarlas, clavarlas y dejarlas agonizar. Nosotrxs no podemos conformarnos con mirarnos, tenemos que entendernos, saber qué gritos hemos recibido, cuántas veces hemos estado atemorizadxs.

Nuestro espejo tampoco puede quedarse quieto frente al pelo engominado de esos que hicieron que Josué gritara que era maricón, violándolo. Debemos morder sus rostros estrechos, dejarlos irreconocibles para su ejercicio agradable de verse y saberse acompañados. Quebrar su sintonía, hacer un desastre en su reflejo. Llenarlos de cicatrices.